

Mi padre vivía en un mausoleo de platos sucios
Aceite y acero, de Henri Cole
mirando un televisor portátil en blanco y negro
y leyendo la enciclopedia Britannica
que anteponía a la ficción moderna.
Sus Schnauzer murieron, uno tras otro
afectados por un mal hepático;
todos menos el que custodió su cadáver
que encontraron sosteniendo un vaso de Bushmills.
“Lo muerto, muerto está”, diría él, el anti-predicador.
Me llevé una camisa a cuadros de su armario
y algo de aceite de motor: mi herencia.
Una vez lo vi llorando en un juzgado;
desaliñado, falto de cuidados; ese hombre que nunca
me mostró mucho afecto, pero que me dio una cierta maña
para con la soledad que me ha resultado más bien útil.
He recorrido un largo viaje para contaros esto: Esta mañana he escuchado un chasquido bajo mis pies y he caído al vacío; me he desprendido desde las ramas más altas de una higuera, serrucho en mano. Ya de camino al suelo he pensado que había expresiones de uso común que describían justo lo que me estaba pasando y luego, en reunión con la tierra, he recordado lo que dijo Calasso que Dioniso hacía con las ramas de higuera. No se me ha ocurrido pensar que quizás no era éste el proceso mental más adecuado, hasta que he escuchado los gritos de mi compañero, alarmado por mi ausencia de movimiento. Viva la literatura, y lo que ha hecho de mi cabeza.
(de un incidente ocurrido en febrero de 2015)
La luz es de lo único que hablamos–
que se haga la luz, había luz entonces,una buena luz– pero lo que yo considero
el amanecer es mucho más oscuro.Pasan tantas horas entre el día
en retirada y lo que reconocemoscomo mañana; el sol creciendo
como una ola que no termina de rompersobre nosotros, como si la luz fuese a protegernos,
como si no se flagelaran corazones,ni se destruyeran cuerpos en días
como este. En cualquier película,el amanecer anuncia que todo
va a ir bien. Que el peligro ya noosará dejarse ver, desluciendo
la pantalla con su sombra.Por favor, hablamos tanto de la luz…
Déjadme hablar en nombre dela oscuridad bondadosa. Déjadnos
hablar más sobre lo oscuroque es el comienzo de un día.
Cuán oscuro el comienzo, de Maggie Smith
Un par de chavales agarran un conejo para cortarle las orejas. No importa la razón, si están tristes o son de ciudad. Lo que importa es lo que hacen con sus manos: sostener la cuchilla, sujetar el conejo de las orejas. Pero el conejo dice, “Conocí a un sacerdote ambulante en Mississippi, frente a una macrolibrería. ¿Queréis saber lo que dijo?” Y como los chavales se paran a pensarlo, él continúa: “Se nos hizo de noche hablando de todo y nada: de su exmujer gay aficionada a la brujería, de masturbación con el tubo de la aspiradora, de su fijación con el vello en las piernas de los chavales… ¡Como vosotros!” Les entra la risa y sueltan alaridos, posan al conejo en el suelo, y escuchan. “El sacerdote, de rosario y alzacuellos, habló, pero con su cara transmutada: le salieron pecas donde antes no había peca alguna; le salió barba donde antes sólo había barbilla; y sus ojos se volvieron más antiguos que todos los lagos de Mississippi”. ¿Qué dijo? ¿Qué dijo? Exigen los chavales, ansiosos de aprender, más que nada. El conejo continúa, “Las caras hablaron, no el sacerdote, mediante voces directas a mi cerebro. Me inculcaron lecciones. La primera, que toda alma no es más que un hilo, parte de un paño que flota a través del negro absoluto, efervescente como la nieve al hundirse en un lago. Así que vosotros, y yo, y todos aquellos a quien conocemos no somos más que iteraciones de esas almas, de esos paños; algunos recién tejidos, otros más viejos”. Los chavales: ¿Qué más dijeron las caras? El conejo: “Dijeron que tanto ellas como yo venimos del mismo paño, del tipo que muere y vuelve a nacer”. ¿Y qué hay de nosotros? ¿Qué hay de nosotros? Exigen los chavales, y el conejo da un salto y huye corriendo porque los chavales tienen un cuchillo y son incapaces de reconocer una parábola o mi cara, por muy humana que sea.
Dedos sobre un varón homosexual, de Zach Linge
Me temo de mí
Se necesitaba esta noche plena y liviana, abismo sin vértigo, para aceptar ser sólo una migaja indiferente. Se necesitaba este frío, esta infinitud, esta irreductibilidad para aceptar ser sólo calor, pequeñez, singularidad. Se necesitaba la idea, la única idea llegada al mismo tiempo que la vida, de este viaje que no se detiene, para aceptar ser sólo un sobresalto.
El éxtasis material, de Jean-Marie Gustave Le Clézio
Todo queda en el pasado
Imagina qué desastre